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Ambigüedad urbana

  • Foto del escritor: nicolas mercurio
    nicolas mercurio
  • 8 dic 2024
  • 5 Min. de lectura

Amamos nuestras ciudades, pero soñamos con escapar de ellas




Durante lo que fue una charla distendida entre amigos que buscaba resaltar los amplios beneficios y atractivos de la vida en las grandes ciudades, surgió una situación, quizás producto de que la casualidad haya querido que esa charla se diera en torno a un fin de semana largo, que llamó profundamente mi atención.

Uno de mis amigos, vio la hora y dio raídamente por terminada la charla explicando que volver a su casa iba a llevar más tiempo del habitual, producto del excesivo tránsito vehicular generado por quienes volvían de haber “disfrutado de un fin de semana lejos de la ciudad”. Escuchar esto me generó una intensa sensación de ambigüedad: ¿cómo es posible que vivamos en lugares tan distintos de aquellos que elegimos para disfrutar de nuestro tiempo libre? A su vez esto me llevó a una pregunta aún más inquietante: ¿por qué consideramos tan positivo vivir en ciudades de las que, paradójicamente, ansiamos escapar tan pronto y tan lejos como el tiempo lo permita? ¿Qué fenómeno logra enamorar a las personas de las ciudades y al mismo tiempo hacerlas huir en masa ante la más mínima posibilidad de hacerlo? Vale la pena recordar en este contexto una frase del sociológico polaco Zygmunt Bauman, en Liquid Modernity. "El espacio urbano moderno es líquido: fluido, cambiante y a menudo incapaz de proporcionar un sentido duradero de pertenencia."

 

Cada ciudad presenta distintas características en cuando a su ordenamiento urbano, arquitectura, cultura, historia, etc. Pero lo cierto es que, si nos quedamos quietos en cualquier esquina de alguna de las grandes ciudades del mundo, vamos a observar algo que sin importar en qué ciudad nos encontramos estará presente: múltiples personas, de distintos tipos y edades, desarrollando de forma simultánea actividades de las más diversas en un mismo espacio.

Es así que cuando pensamos en ciudades, nos resulta casi imposible imaginarlas sin esa dinámica caótica que les es tan característica; casi como si la ciudad y el caos formaran parte de una misma esencia. Solemos asociarlas a lugares atestados de gente, con una amplia oferta de servicios, una gran mixtura de usos y un bullicio constante -por momentos insoportable- que se compone de múltiples conversaciones y sonidos provenientes de esas actividades desarrollándose de manera simultánea en un mismo espacio.

Lo cierto es que las ciudades, buscando perfeccionar sus mecanismos de productividad y eficiencia, crearon espacios que no solo fomentan la hiper productividad personal, sino que también posibilitan la alta interacción social para la productividad colaborativa. Generando un ambiente acelerado, donde la productividad y el caos conviven sinérgicamente, convirtiéndolas en sitios de excelencia para el progreso individual y colectivo.

 

Este bullicio, sumado a la competencia de recursos, la excesiva oferta de servicios, la multiplicidad de expresiones artísticas y culturales y la competencia que se desarrolla entre tantos prestadores de servicios nos hacen vivir en un constante estado de hiperestimulación producto de la infinidad de situaciones que buscan llamar nuestra atención por sobre las demás. En este contexto es fácil entender por qué las personas buscan escapar de la ciudad. Como lo explica la Teoría de la Restauración de la Atención (Attention Restoration Theory, ART), desarrollada por los psicólogos Rachel y Stephen Kaplan; nuestra atención está constantemente comprometida por estímulos que requieren nuestra plena atención para interpretarlos. Esto genera una excesiva fatiga mental. Es así que para subsanar esta situación, se proponen en esta teoría los llamados entonrnos restuarativos, lugares que por sus características permitan disipar esa fatiga excesiva y restaurar nuestra capacidad de atención.

 

A pesar de esta hiperestimulación, lo cierto es que nos aburre lo constante. Buscamos el cambio; el contraste entre el ruido y el silencio, lo poblado y despoblado, lo alto y lo bajo, lo artificial y lo natural, lo clásico y lo moderno... no son las cosas las que nos atraen en sí mismas, sino por el contraste con sus formas opuestas. Nada sería alto si no existiera algo bajo con que compararlo, y no existirían lugares calmos donde reconectarse con la naturaleza y uno mismo si no existieran ciudades que nos desconectan de nosotros mismos y nos envuelven en un mundo de artificialidad y productividad constantes. Como puede entenderse en las palabras de Yi-Fu Tuan, geógrafo y teórico de la percepción del espacio, con enfoques psicológicos, “El contraste entre lo urbano y lo rural no es simplemente físico, sino profundamente simbólico. Representa nuestra lucha interna entre el deseo de seguridad y la necesidad de libertad.”. Nuestra voluntad respecto a esta necesidad de escape se ve subordinada a razones psicológicas más profundas que la mera distinción entre lo urbano y lo rural, entre el caos y la tranquilidad o entre lo natural y lo artificial.

 

Pensemos ahora en la situación contraria a la que fue plasmada anteriormente. ¿Qué pasa con las personas que residen en aquellos lugares en que los habitantes de las grandes ciudades ansían vacacionar?  ¿Son estas personas plenamente felices en sus lugares de residencia? ¿O, al igual que quienes habitan en las ciudades tan contrarias a estos lugares, también necesitan escapar eventualmente?

Muchas veces es la necesidad del acceso a la “maquinaria urbana” como medio de inserción socioeconómica la que obliga a estas personas a desplazarse a los centros urbanos; pero al margen de estos casos donde la necesidad va por delante del deseo, existe también infinidad de casos donde lo que se busca es salir de la modalidad de vida habitual en búsqueda de nuevas dinámicas (en este caso, mas vibrantes, activas y frenéticas).

 

Esta situación deja al descubierto que sin importar las características propias del lugar que habitamos, siempre vamos a buscar el cambio. No podemos vivir en una constante, porque siempre tendemos a buscar el opuesto que nos permita entender nuestros lugares. La naturaleza que nos saque de la artificialidad, el lugar sin señal que nos desconecte del mundo digital, la ciudad que nos aporte el incesante movimiento frenético, la artificialidad que nos desconecte de lo natural, o simplemente un lugar que por su característica opuesta a nuestro lugar de permanencia nos haga apreciar las características del mismo. Dependemos del contraste para entender la vida, y son los espacios con características francamente opuestas las que nos lo proporcionan.

 

El desafío entonces no se encuentra en eliminar la esencia de nuestras ciudades o en mudarse a lugares distantes, sino en aprender a gestionarlas de manera que nos ofrezcan una experiencia de vida más completa y abarcativa. ¿Podremos aspirar a dinámicas superadoras de este circulo vicioso de amor-odio, permanencia y escape que nos plantean hoy las ciudades?

Tal vez sean posibles ciudades que no solo nos estimulen y nos generen un estado de hiperconectivdad constantes, sino que también nos aporten lugares de respiro a esta dinámica. Tal como lo expresa Richard Sennett en The Uses of Disorder  "Las ciudades vibrantes necesitan tanto el orden como el desorden: el primero para proporcionar estructura y el segundo para fomentar la creatividad y el contacto humano."

El futuro no se encuentra en buscar la forma de continuar con la expansión y la optimización extrema de la productividad humana, sino en lograr la convivencia entre los contrastes que tanto necesitamos para vivir. Permitiendo espacios donde desarrollar nuestra productividad y nuestro ocio, donde conectarnos con lo artificial y con lo natural. Las ciudades fueron olvidando las necesidades naturales de quienes las habitan, los humanos. Es necesario volver a poner el foco en crear ambientes propicios para el desarrollo saludable de nuestras vidas urbanas.

 

¿Seremos capaces de convertir nuestras ciudades en lugares completos que nos aporten tanto el orden como el caos?

 

 

Arq. Nicolas Mercurio

 
 
 

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